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Corona

La corona de Nuestra Señora de las Angustias de la Alhambra de Granada

PILAR BERTOS HERRERA

El 21 de mayo de 2000 se coronaba canónicamente en la Santa Iglesia Catedral de la ciudad a Nuestra Señora de las Angustias de Santa María de la Alhambra, obra sublime de nuestra imaginería barroca, salida de las manos del accitano Torcuato Ruiz del Peral (siglo XVIII), y que acusa una dicción llena y plena de simbolismo y significado espiritual, tratada con rigor expresivo, sin efectismos, con severidad, equilibrio, armonía y emoción religiosa.

A tan exquisita obra de la escultura correspondía otra que realzara y potenciara aún más su belleza, recayendo tan ardua tarea en el escultor y orfebre granadino Miguel Moreno Romera.

Cuatro proyectos precedieron a la obra que es hoy su definitiva manifestación; según testimonia el propio autor, los dos primeros fueron de diadema, por propia intención de la Cofradía de la imagen titular, deseo que fue denegado por el Arzobispo de la ciudad y que motivó la ejecución de un tercer proyecto, no de diadema, sino de corona enrayada, que fue en esta ocasión igualmente rechazada, dadas las características de la talla, por la Comisión Diocesana de Arte Sacro.

Es entonces cuando distintos maestros locales, de la ciudad hispalense y Córdoba, compiten con sus respectivos proyectos para llevar a feliz término la pieza, llegando Miguel Moreno incluso a efectuar una maqueta de la misma en la que se variaban algunos aspectos de su corona enrayada.

A pesar de tanto esfuerzo y tras diferentes y complejos exámenes por parte de distintas comisiones creadas para tal efecto, se desestimó el tipo inicial de corona enrayada, circunstancia que llevó al orfebre Miguel Moreno a realizar el último y definitivo ensayo que fue aceptado por el Arzobispo de Granada el 7 de marzo de 2000.

La corona lleva un total de 1300 gramos de oro y algo más de 1100 de plata, estando compuesta por 839 piezas de plata y oro, y aparte 365 perlas naturales, 33 esmeraldas y 156 diamantes; datos y cifras frías que se traducen en las manos hábiles de nuestro artista en una primorosa obra plena de simbolismo y de belleza, que comporta además un profundo espíritu religioso y amplios conocimientos técnicos y artísticos.

La imperial corona, según manifiesta su autor, es en sus trazas principales de estilo renacentista y barroco, aunque «sin embargo —dice— me preocupó mucho poder conformar la obra aportando en el diseño mi impronta personal, mi manera de ver y entender estos estilos. Por ello —continúa— la disposición de los ocho imperios, cuatro cóncavos y cuatro convexos, atendería tanto a la necesidad de composición como a mi sentido de intervención en el espacio».

Focillon, al hablar del arte de la Edad Media, decía que: «la historia está hecha de tradiciones, influencias y experiencias», pudiéndose ello aplicar también a la obra que analizamos, pues, sin olvidar ni rechazar tiempos lejanos, el artista hace gala de su libertad creativa, sirviéndose de un vasto conjunto de técnicas y conocimientos (modelado, vaciado, microfusión, calado, repujado, cincelado, sacado de fuego, soldadura, laminado, etc.) que dan como resultado una obra cargada de naturalismo, soltura y frescura. En ella, se concilian hábilmente los logros del pasado, convertidos ya en sinceras herencias de esas tradiciones junto a influencias de otros maestros y épocas artísticas, como elementos expresivos que incorpora a sus propias experiencias y que le permiten imponer su personalidad a la materia, con un trabajo preciso y esmerado, en el que se revela como un artista de observación veraz y que, en su proceso de búsqueda, crea bajo el signo de la inquietud y con permanente exigencia.

Si en toda obra de arte el símbolo, como signo visible que es y que actúa como medio para comprender esa idea moral e intelectual de lo simbolizado, tiene su innegable trascendencia, especial preferencia y privilegio posee en el caso de las obras de orfebrería, pues —a nuestro parecer— al propio pensamiento religioso que conllevan se une la limitada extensión disponible para transformar la materia y darle vida a la idea.

La corona de Santa María de la Alhambra despliega un conjunto de muy diversos signos que forman una unidad indestructible con ella, ya que, faltando alguno, su lectura sin duda aparecería incompleta.

Así, como declara el propio autor, en la base del canastillo hay una cenefa de granadas que representan la ofrenda de la ciudad a la Virgen; en el frente, y sobre esta, figura el escudo de la Hermandad; y en los ejes y parte principal del canastillo, cuatro medallones con los símbolos pasionarios.

También reparte azucenas, que indican la Pureza de la Madre de Dios, cuatro cabezas de querubines en la base de los nervios, que nos llevan a lo sobrenatural, y en la parte superior de estos coloca cuatro ángeles corpóreos, símbolo de amor y de gloria, descansando entre nubes la bola del mundo rematada por una cruz; y, como complemento de todo ello, la presencia de una delicada paloma, la del Espíritu Santo, que sitúa en el interior de la misma.

La obra, en definitiva, constituye una afirmación de la Pureza de María Madre de Dios, y con armonía y equilibrio despliega el orfebre varas de azucenas que concilian a esa frágil Paloma del Espíritu Santo que pende sobre la cabeza de la Madre.

El análisis y la propia contemplación de la corona nos permite plantear algunas consideraciones de interés, y como punto de partida señalamos que en esta no hay nada dejado a la casualidad e improvisación pues, antes bien, tras la inspiración personal de Miguel Moreno que crea, todo es fruto de la medida, el cálculo, el conocimiento de la materia y su madurez artística.

Como hemos recogido líneas atrás, él mismo marcaba la esencia estilística de esta pieza, que deja a mitad de camino entre lo renacentista y lo barroco, transformados con su personal visión. Ciertamente consigue en la obra la unificación de esos periodos, y ello, sin oponerse, sin confundirse, interpretando los dos mundos a través de volúmenes que desvelan, ya el dinamismo de lo barroco, ya el humanismo de la época renaciente que le da una nueva versión a las formas.

Puede que para algunos el estilo se encuadre dentro de los más puros cánones solo del barroco; sin embargo, esa interpretación particular que le ve Miguel Moreno hace que existan matices diferentes, pues no solo resalta su idea ascensional jugando con las curvaturas de sus imperios, sino que también imprime una singular fuerza a los dos núcleos esenciales de la obra, contrastando la parte inferior, más ancha y destacada, de la superior, en la que sitúa la bola del mundo, pero que, a pesar de su disminución en el espacio, el mismo ímpetu de aquellos imperios hace que nuestra atención se dirija a ese punto.

Junto al excelente dibujo y diseño de la corona, el movimiento de los nervios, alternando lo cóncavo con lo convexo, deja al descubierto el ímpetu del barroco, transformando la materia en planos fluyentes, sin durezas, por los que resbala la luz, energía e ímpetu que conducen la mirada hacia la parte principal del conjunto, ese espacio superior y sobrenatural donde habita la esencia de la vida y todo lo creado, y que se corona por la cruz.

No pretendemos ni es nuestra intención desvirtuar o sacar de sus propios límites el estilo que se manifiesta, pero sí nos llama la atención, salvando distancias, el desarrollo de una cierta similitud que desenvuelve en los juegos de volúmenes que aquí vemos y los usados por el arquitecto Francesco Rastrelli de mediados del siglo XVIII, «auténtico genio del barroco ruso», como ha sido calificado, en las cúpulas que cierran sus palacios e iglesias.

Los cuatro ángeles corpóreos, cuyos estudios anatómicos no estorban la suavidad del modelado, de meditadas posturas y que se adelantan hacia nosotros, son esculturas de exquisito volumen y sutiles calidades, con gestos y actitudes individuales, en su máxima eficacia expresiva, de movimiento vital en la variación de sus posturas, que se corresponden con la expresión de sus dulces e infantiles cabezas y con rasgos faciales que invitan, no a la tensión, sino a la paz ante la contemplación de Dios.

En estos, además, penetra el espíritu del Renacimiento en lo que concierne a la belleza de las formas y a la manera de transformar la materia en cuerpos bellos de delicados perfiles que quedan perfectamente asociados al espacio y la atmósfera que los rodea, formando parte de él.

Miguel Moreno juega con la perspectiva y el espacio, dotando a sus figuras de un halo que no las aísla de la obra, sino que las integra en ella a través de su mundo y vida interior. En este abanico de elementos, formas y matices, y a lo anterior, hay que sumar el juego de las luces y las sombras, con las que se recrea sin brusquedad, pero que permiten potenciar la redondez y delicadeza de los cuerpos y los perfiles y calidades de toda la obra; luces y sombras que a veces se traducen en la plenitud de sus fulgores y otras en la intimidad de las sombras, pero siempre exaltando la noble belleza de los metales.

La luz, en esta ocasión, se convierte en el elemento esencial, actuando como luz casi divina que, en su juego con la sombra, no solo realza las formas, sino que además, en el resplandor de sus brillos, aumenta el sentido y sentimiento de las ideas.

Pero no todo queda ahí, pues también busca la luz como soplo de vida que ilumine a la Paloma del Espíritu Santo, sirviéndose para ello de pequeños calados que le aportan leves hilos de resplandor y claridad.

Cuanto hemos comentado se completa con las perlas, esmeraldas y diamantes que hábilmente se reparten por la corona y que, al valor meramente material, añaden brillos y color que vitalizan la hermosura de la pieza, pero un color que no se desconecta del conjunto, sino que, por el contrario, se integra y forma cuerpo con él.

Es obligado conceder el lugar que merece a la variada y sugestiva presencia de los elementos vegetales y geométricos que se asocian a todo lo demás, haciéndolo en su justa medida, sin que nada falte o sobre, y que evidencian no solo el pensado y previo estudio de formas y su distribución, sino también el especial regusto que hay por el detalle, lo pequeño y lo minucioso.

Cabe anotar la decisiva huella dejada en el estilo de Miguel Moreno, de sus dotes y vastos conocimientos de este noble arte de la orfebrería, y el que también posee de la escultura, pues ello, conciliado a su trabajo y especial vocación, da como resultado conjuntos expresados con un lenguaje rico y múltiple, que adquieren nueva significación por el espíritu religioso del artista.

El letargo de los talleres de orfebrería de Granada se ha visto —sin duda— compensado con la realización de algunas piezas como la que hoy es objeto de análisis, que ya ha sido calificada como una de las mejores de los últimos años del siglo XX.

Asimismo, debemos apuntar otra última prueba del manifiesto deseo no solo de Miguel Moreno, sino también de los miembros de la propia Hermandad, de que la obra tuviese la máxima dignidad posible, cuidando detalles y aspectos que, si bien pasan inadvertidos en su contemplación general, no ocurre igual viéndola en el pormenor. Nos estamos refiriendo al acabado de la palometa superior, que fija la pieza a la talla, y que se completa con un anillo en el que hay un topacio de ocho quilates.